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La posada del sabio

Vida en la taberna

Los alazanes

Pasaban largas ya la medianoche y alguna hora de más. La taberna estaba llena de vida como todas las noches, los habitantes del pueblo se habían vuelto a reunir allí tras el duro día de trabajo, para celebrar una vez más el final de las labores diarias y el comienzo de las horas de descanso. Por un lado estaban varios grupos conversando, había quienes jugaban partidas con cartas o con juegos de tablero,... y algunos incluso dormían ya sobre la barra. El Sabio estaba como siempre sentado en su butaca al fondo de la taberna, esa era sin duda la más comoda de cuantas había. Pero hoy estaba intranquilo, como muy silencioso. Normalmente ya habría empezado a contar sus arcanas historias acerca de tiempos inmemoriales, pero hoy sólo pensaba.

Me acerqué a él, cuando todo en la barra estaba ya servido, para llevarle una jarra de aguamiel. Al verme me lo agradeció, más no tardo en girar la cabeza y mirar a la puerta que daba acceso desde la calle. Sus visagras acababan de rechinar y bajo el dintel apareció un caballero, vestido con larga capa y portando colgada al hombro una gran bolsa. Nada más encontrarlo con la mirada, las facciones del Sabio, antes apagadas, se iluminaron como por arte de magia. Me agarró por la muñeca y me susurro: "¿Ves a aquel hombre de la capa que acaba de entrar?, sirvele una jarra del mejor aguamiel que tengas".

Así lo hice, y el caballero, nada más saber quien le invitaba, se giró interesado. "¿Vos me conoceis señor?", preguntó en tono amable pero de forma que se oyese sobre las voces de la taberna. El sabio levantó la vista y le contestó, esta vez no fue necesario que alzase la voz pues toda la sala era ahora silencio: "Si caballero, vos sois un Alazán, ¿me equivoco?". La sonrisa del invitado reveló que se encontraba en lo cierto y la curiosidad de los lugareños no tardó en aparecer y hacerles preguntar a que se refería el Sabio. Con la venia del caballero y la atenta atención de toda la taberna, comenzó a narrar la historia de los Alazanes.

"Cuentan las leyendas que en tiempos pasados, tras que el mundo como lo conocemos fuera creado, los dioses hicieron una promesa: en la Era de los Humanos seleccionarían a un grupo de personas, en igual número que ellos mismos, para convertirlos en sus Elegidos y que llevasen la fiesta allá donde estuviesen. Según decían los ancianos cuando incluso yo era joven, el momento hubo llegado cuando los años aún tenian cuatro cifras y los siglos se contaban con letras.

A partir de ese momento fueron apareciendo los Elegidos. Veintidos mujeres y hombres, todos ellos distintos pero a la vez iguales. Distintos pues cada uno tenía una cualidad que lo convertía en único ante los demás, iguales porque todos compartían la diversión por igual, sin distingir entre unos u otros. No todos se unieron a la vez, ya que algunos dioses tardaron más que otros a la hora de elegir al nuevo Alazán, pero eso no significaba nada, cada uno de los veintidos estaba en igualdad con sus compañeros.

Una vez estuvieron reunidos, fueron facilmente reconocibles por el resto de los humanos, ya que allí donde iban todo era diversión. Aunque uno partiese fuera del reino para hacer un viaje o recavar algún conocimiento de lejanas tierras, el resto no se apenaba, pues no sólo sabían que volvería, sino además era seguro que donde fuese se divertiría. Los dioses los habían elegido precisamente para llevar la fiesta a donde estuviesen.

No buscaban crear fieles seguidores, pero aún así ningún alazán rechazaba a una persona que quisiera hacerse amiga del clan; sólo era necesario saber divertirse en cada momento, ser amable con los que le rodeasen y, sin desobedecer las propias obligaciones, llevar la fiesta donde fuese necesario. De eso hace ya muchas épocas, pero el espíritu que los guiaba perdura y perdurará durante más tiempo aún."

Acabada la historia, los habitantes del pueblo allí reunidos quedaron asombrados. Aunque hasta ese momento no sabían nada de los Alazanes, si sintieron que su espíritu habitaba entre esas paredes. Por ello brindaron y la fiesta prosiguió aún mejor de lo que era antes de la visita del caballero. 

La historia

Dos semanas transcurrían ya y, como todas las noches desde entonces, los lugareños esperaban su retorno envueltos en la bruma de la oscuridad. Por qué el Sabio había partido era una total incógnita. Únicamente se sabía que en plena noche, mientras la posada estaba completamente llena, se levantó del asiento que siempre ocupaba, susurro unas palabras hacia sus adentros y comenzó a caminar en dirección a la salida del local. A su paso todos abrían camino; nunca lo habían visto moverse de su butaca y en sus miradas se reflejaba la sorpresa y el miedo a la par.

Hubo quien aseguro que su destino era no retornar jamas, también que se dirigía a los sagrados Colegios de la Magia donde le requerían o incluso en presencia del mismo Emperador. Todos ellos decían haber escuchado las palabras que abandonaron sus labios al elevarse, ayudado por su arcano bastón, pero en realidad nadie las conocía con exactitud.

Y sin embargo, esa noche el Sabio volvió a la posada. La luna llena, en el cielo, era protegida por las brillantes estrellas y ninguna nube la ocultaba, como si éstas hubiesen sido apartadas por la primera para poder así observar lo que en el mundo ocurria. El silencio reinaba en la posada, así era desde hacía dos semanas, y sólo fue roto por el ruido de la puerta al abrirse. El rechinar de las visagras alertó a los lugareños, quienes, al volver a ver el viejo abrigo y el retorcido bastón que el sabio portaba, no pronunciaron palabra alguna. Entre un silencio sepulcral avanzó y tomó asiento en la misma butaca que tiempo atrás abandonase. Nadie se había sentado en ella, ni siquiera la habían movido, todo se mantenia igual esperando a que él retornase. Y ahora volvia a ser ocupada.

Pronto alguien le preguntó, con un gran respeto, dónde había estado en ese tiempo. El sabio apoyó el bastón junto al ala de la butaca, dió un trago a la jarra de aguamiel que la dueña de la posada había puesto en la mesa junto a él y todos cuantos estaban presentes se sentaron entorno suyo, formando un circulo, en espera de que narrase sus aventuras en el tiempo pasado desde su partida.

Sus primeras palaras estuvieron dedicadas a los dioses inmortales, habitantes en los cielos más allá de lo que es comprensible para los humanos. Únicamente, aseguró, los elfos podían llegar a intentar comprender la esencia de esos seres, pero nunca jamás lograrían hacerlo en su totalidad. El Sabio habló de las historias que los Antiguos narraban sobre los dioses y cómo en esta Era se comenzaba a olvidar el poder que en realidad Ellos poseían, pues son los dioses quienes crearon el mundo tal y como en ese momento era.

Aseguró a continuación haber sido reclamado por esos mismos dioses para partir junto a ellos, cómo una de la nínfas que habitaban aquellos bosques había acudido a conducirle a su presencia. Transitaron en la oscuridad, a través de los caminos, el Sabio se desorientó en varias ocasiones pero siempre siguiendo el paso firme de ese bello espíritu que le guiaba. De pronto, el bosque terminó y la luz les bañó. Ya habian llegado.

El reino de los dioses, narró el Sabio, era un paraje tan grandioso y bello que las palabras humanas no alcanzarían nunca a definirlo con exacta corrección. En el centro de un valle, jalonado por corrientes de agua y cristalinos estanques, se encontraba un enorme pórtico donde los dioses residian. Junto a ellos estuvo por un tiempo de dos semanas que le pareció gratamente eterno y en ese periodo él se convirtió, con notoria diferencia, en el humano más feliz tanto en el orbe de los mortales como de los dioses.

Pero pasado ese tiempo hubo de retornar, los dioses se lo indicaron. Su sitio no era ese bello lugar, él debía retornar a las tierras de donde provenía y proseguir allí su existencia. Sabía que su consejo era el más acertado y, como tal, lo cumplió. De nuevo una ninfa le condujo hacia la puerta de la posada en la cual ahora estába sentado. No guardaba rencor alguno hacia ellos, todo lo contrario, estaba orgulloso de haber estado junto a los dioses y de que ellos lo hubiesen aceptado durante ese tiempo. Sus palabras solo fueron de gratitud y así lo seguirian siendo.

Una vez concluyó la narración, los oyentes comenzaron a romper el circulo y la vida en la posada continuó como una noche cualquiera. La historia que acababan de escuchar era la más maravillosa que nadie hubiese podido contar y por ello la aldea la recordaría durante largo tiempo.

Cuando ya nadie le miraba, el Sabio volvió a asir la jarra de aguamiel y, antes de tomar un trago, deseó de nuevo volver a estar junto a los dioses.

Un saludo